Turismo
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Imagen: Artbreeder |
El modelo español, opuesto al del país vecino, registra más ingresos y pernoctaciones de turistas extranjeros
Por Alvaro Merino
España va camino de ser el país que recibe más turistas del mundo, alcanzando los cien millones de visitantes anuales. Durante años ese puesto lo ha tenido Francia, seguido de cerca por nosotros. Pero eso está a punto de cambiar.
«Las cosas más bonitas del mundo suelen ser invisibles para quien
viaja con prisa». Esta frase, una interpretación libre de un extracto de
la novela francesa El Principito, abre el vídeo de la última campaña turística internacional
española. Pero la cita no es inocente. Detrás del marketing hay
estrategia: las espadas para dominar el turismo global están en todo lo
alto y España está dinamitando la hegemonía francesa
El sol y playa ibérico atrajo en 2024 a 94 millones de turistas extranjeros, un récord histórico que sin embargo fue superado nuevamente por Francia. El país vecino pulverizó sus propios registros con 103 millones de llegadas, según ONU Turismo. Pero el liderazgo francés es engañoso: detrás de los datos de llegadas se esconde un sorpasso español que ha puesto contra las cuerdas a su vecino tras la pandemia.
Francia registra más llegadas de turistas internacionales, sí, pero sus estancias son más cortas y gastan menos dinero. El viajero promedio que recibe el país galo es un belga que pasa dos o tres noches en París, visita Disneyland y se marcha. España, en cambio, es más eficaz a la hora de retener y exprimir al turista extranjero, representado por un británico que reserva una semana completa en Barcelona, Benidorm o Tenerife y se gasta un 50% más en sus vacaciones.
El dopaje francés
El hito de los cien millones de turistas internacionales fue celebrado con orgullo al otro lado de los Pirineos. El presidente francés, Emmanuel Macron, ya había avanzado que 2024 sería un «año memorable» en el que el turismo «irrigaría todos los territorios, desde Niza hasta Burdeos». París acogió los Juegos Olímpicos, la catedral de Notre Dame reabrió tras el incendio de 2019 y el país abrió de par en par sus puertas a los visitantes extranjeros.
Pero el liderazgo francés tiene truco y mira disimuladamente a su vecino del sur con envidia. La ministra delegada de Turismo, Nathalie Delattre, lo reconoció en una entrevista a principios de este año: «Si bien Francia sigue siendo líder mundial, nos enfrentamos a una competencia muy fuerte de España, que, con menos visitantes, logra generar más ingresos». «Lo importante es el gasto generado», sentenció.
La paradoja es evidente. Supongamos que una familia alemana de cuatro personas viaja a París un par de noches. Francia contabilizará cuatro llegadas. Si esa misma familia vuela hasta la Costa Brava catalana y se queda dos semanas, España también sumará cuatro llegadas. Y eso sin tener en cuenta que Francia es en muchas ocasiones un país de tránsito entre Europa occidental y el sur del continente, lo que podría traducirse en ocho llegadas si la familia alemana decide viajar por carretera y hacer noche tanto a la ida como a la vuelta en, digamos, Lyon.
Sin embargo, el gasto turístico internacional en España es un 39% superior al francés en términos absolutos, mientras que en porcentaje del PIB la industria turística supone el 12,3% de la economía española y el 7,5% de la de Francia. La razón está en la brecha en el número de pernoctaciones que registran ambos países, una métrica más útil a la hora de medir la intensidad del turismo: el año pasado los visitantes extranjeros reservaron 322 millones de noches en España, más del doble que en Francia, que se ve superada por Italia y es seguida muy de cerca por Grecia, según Eurostat.

Por si fuera poco, dos estudios paralelos de las consultoras Deloitte y Braintrust sitúan a España como el país más visitado del mundo para 2040, cuando podría alcanzar los 115 millones de turistas internacionales.
Sol y playa vs. vino y torre Eiffel: dos modelos enfrentados
La batalla turística entre España y Francia es también la de dos modelos opuestos: el del turismo centralizado contra el periférico. La región parisina de la Isla de Francia concentra hasta un tercio de las pernoctaciones de turistas extranjeros del país galo, según datos del Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos francés. Fuera de la capital, la distribución de los visitantes que se salen del circuito clásico torre Eiffel-Notre Dame-Louvre es muy dispersa, con una ligera acumulación únicamente en la Costa Azul.
En España, por su parte, los extranjeros se agolpan en la periferia costera, concretamente en el Mediterráneo y las islas. Allí, las provincias de Baleares, Las Palmas, Barcelona y Santa Cruz de Tenerife registran hasta el 62% de las pernoctaciones, mientras que el interior del país —incluyendo Madrid— apenas suma el 12%, de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística.

Pero aunque parezca contradictorio, ambos modelos son la envidia del otro. El gran objetivo de Francia ahora es persuadir a sus turistas para que se queden y gasten más en su territorio. Es justo lo que consigue España, que combina una oferta hotelera más moderna y sofisticada —cuenta con 351 hoteles de cinco estrellas, frente a los 221 de Francia— con polos turísticos urbanos muy dinámicos, como Barcelona, Málaga o Madrid.
Junto con el sol, el país ibérico aprovecha su ocio nocturno para jóvenes, su extensa red ferroviaria de alta velocidad y los cruceros para atraer cada año a una cantidad creciente de turistas internacionales, a precios además más asequibles que en Francia. Todo ello se traduce en estancias más largas sobre todo en hoteles, el tipo de alojamiento elegido por hasta el 79% de los viajeros, mientras que en Francia los campings y los albergues tienen más peso y reducen la cuota de los hoteles al 48%.
Es el modelo del sol y playa y el todo incluido funcionando a pleno rendimiento. El régimen franquista encontró en el turismo su Plan Marshall particular en los años sesenta, y se lanzó a la caza del turista extranjero para romper su aislamiento internacional, lavar su imagen y recuperar la economía con la inyección de divisas extranjeras. Bajo el lema Spain is different, España se abrió por primera vez al exterior al tiempo que invertía en infraestructura y hoteles y devaluaba la peseta. Así fue como surgieron la Costa Brava, Torremolinos, Mallorca o Benidorm, los puntales de una estrategia aún vigente que sigue llenando las costas españolas de británicos, alemanes y franceses.

Por el contrario, la gran fortaleza de Francia es el turismo rural y el agroturismo, el talón de Aquiles de la industria española. El desarrollismo masivo de esta última coincidió con el Plan Racine lanzado por París en 1963 para urbanizar su litoral mediterráneo, concretamente la región de Languedoc-Rosellón. Pero el país galo lo hizo de una forma mucho más ordenada, y ya en los años setenta comenzó a proteger y limitar la construcción en su costa.
En lugar del sol y playa, Francia apostó entonces por el turismo de interior y un modelo policéntrico. Si bien el atractivo de París continuó siendo su activo principal, el país se lanzó a construir grandes complejos de esquí, invertir en museos y patrimonio —el Centro Pompidou abrió en 1977—, rehabilitar otras ciudades como Lyon, Estrasburgo o Marsella y potenciar el turismo rural. Su estrategia no consiguió huir de la masificación —el 20% del territorio concentra el 80% de la actividad turística—, pero ha conseguido distribuir mejor las visitas fuera de París y visibilizar su oferta cultural, gastronómica y de naturaleza.
Ejemplo de ello son las regiones vinícolas de Burdeos y Borgoña, los Alpes o Bretaña. La estrategia de promoción del turismo francés se ha beneficiado de un enfoque más centralizado y coordinado, frente a una iniciativa autonómica más fragmentada en España, y ha priorizado la preservación de pequeños monumentos repartidos por todo el país sin atender a su ubicación, acceso o posible demanda —el conocido como petit patrimoine—. También el desarrollo de rutas temáticas surgidas de sinergias y alianzas entre actores locales y municipios, como la de los castillos del Loira o la ruta de la sidra en Normandía.

Lo que sí comparte el modelo turístico francés con el español es la estacionalidad. El verano concentra cerca de la mitad de las visitas internacionales en ambos países, ya sea por el atractivo de las playas mediterráneas durante los meses de más calor o por la moderación de las temperaturas y las precipitaciones en las zonas de montaña o París. Asimismo, ambos países compiten por los mismos mercados turísticos: los de Europa occidental, con Reino Unido y Alemania a la cabeza —en el caso de Francia, también Bélgica y Suiza por motivos lingüísticos—, y China y Estados Unidos, precisamente los que más gastan en sus desplazamientos.
Hasta ahora, ambos países han logrado aumentar sus cifras de forma simultánea. Entre 1975 y 2019, el turismo internacional se ha multiplicado por siete de la mano de la globalización y la consolidación de la clase media en diversas regiones del mundo, y la proyección es que aumente otro 50% hasta 2040. La conclusión es que el botín a repartir es cada vez más grande y que las industrias de España y Francia pueden convivir, aunque apenas acaba de comenzar otra carrera: la del turismo sostenible.
El país más visitado del mundo no protesta por el turismo
«El turismo nos roba pan, techo y futuro», «Vuestra riqueza es nuestra miseria» o «More vecinas, less turistas». En junio del año pasado una ola de protestas organizadas a nivel europeo recorrió las calles de varias ciudades españolas como Barcelona, Palma de Mallorca, Granada o San Sebastián. La masificación turística está convirtiendo los centros históricos en parques temáticos donde hogares y comercios de barrio dan paso a instagrameables cafeterías de especialidad y Airbnbs.
Pero mientras en España la saturación turística amenaza con hacer inhabitables los epicentros de la industria y tornar la hospitalidad de sus residentes en hostilidad, apenas hay movilizaciones significativas en Francia, el único país que ha superado el umbral de los cien millones de visitantes anuales. Dos son las razones: una experiencia turística más dilatada y una crisis de vivienda más moderada.
El país galo ya era un destino turístico internacional de primer orden desde al menos el siglo XIX, cuando a la popularidad de París, la Costa Azul y sus balnearios se sumó la celebración de numerosas ferias internacionales. La más famosa de ellas es la Exposición Universal de París de 1889, que sirvió de marco de presentación de la torre Eiffel.
En España, por su parte, el turismo de masas no comenzó a despegar hasta la década de 1960 y especialmente tras los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, cuando las llegadas comenzaron a extenderse a los núcleos urbanos. A ello hay que sumar que París es la conurbación más grande de Europa, con unos doce millones de habitantes y 12.000 kilómetros cuadrados de extensión —frente a los 3,2 millones de habitantes y poco más de 600 kilómetros cuadrados de Barcelona—, por lo que el impacto turístico queda más diluido. No es de extrañar por tanto que la tolerancia al turismo sea por tanto menor en la Ciudad Condal que en la capital francesa.
España va camino de ser el país que recibe más turistas del mundo, alcanzando los cien millones de visitantes anuales. Durante años ese puesto lo ha tenido Francia, seguido de cerca por nosotros. Pero eso está a punto de cambiar.
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Por otro lado, la crisis de vivienda en Francia no está siendo tan aguda como en otras latitudes de Europa. Los precios han aumentado un 31% entre 2015 y 2023, lejos de la media comunitaria del 48%, y los salarios han crecido prácticamente al mismo ritmo que la vivienda. Eso no significa que en Francia el acceso a un hogar no se haya endurecido en los últimos años, sobre todo si es un alquiler en París. De hecho, Francia es el segundo mercado de Airbnb, solo por detrás de Estados Unidos y por delante de España, y su régimen fiscal favorece los apartamentos turísticos frente al alquiler convencional. A pesar de ello, su amplio parque de vivienda social —el 17% del total, frente al 3,3% en España— y la resistencia del poder adquisitivo de sus ciudadanos han reducido el impacto de la crisis habitacional.
Pero más allá de las diferencias en su relación histórica con el turismo y el descontento social, ambas potencias están volcadas en promover el llamado turismo lento, sostenible con el medioambiente y la vida local, alejado de las rutas y meses más saturados y basado en experiencias. La última campaña turística de Francia, por ejemplo, tiene como lema ‘Sueña en grande, vive despacio’ y se centra en paisajes y lugares poco conocidos, como el macizo del Jura en la frontera con Suiza. El objetivo de fondo es convertir al país en el principal destino de cicloturismo para 2030.
A este lado de los Pirineos, mientras tanto, se ha elegido el lema Think You Know Spain? Think Again (‘¿Crees que conoces España? Piénsalo mejor’) como punta de lanza para la nueva campaña internacional, que exhibe hasta sesenta localizaciones principalmente del norte del país, como los Picos de Europa. Mientras la población reclama un «decrecimiento turístico», España tiene entre ceja y ceja la meta de los cien millones de turistas para terminar de apuntalar el sorpasso del sol y playa.
Fuente: EOM
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